viernes, 17 de abril de 2009

TRINITARIAS… (5)

Sólo una vez… cada vez.

-Maldita sea… -grazna con rabia, soltándose. No importaba cuánto torturara su cuerpo, su mente adolorida clamaba más.

Nuevamente se deja caer en el banco. Bañado en sudor, jadeando por la boca abierta. Oye risas detrás del muro, oye conversaciones, música. Era sábado en la noche, todos saldrían a bailar, pasear, amar. Estaba convencido de que muchas citas de cama se resolverían en esos últimos momentos. Todos parecían divertirse menos él. Pero no puede pensar en eso, no quiere, porque lo único que venía a su mente era el rostro de ese tonto, engreído y medio mentepollo muchacho que se le había metido en la piel. Era ese rostro sonriente, a veces altivo y chocante, muchas veces tierno e infantil lo único que podía evocar. Lo recuerda gritándole, insultándolo de esa manera tan dura que tenía, por lo que tuvo que callarlo de la única forma que pudo, a golpes. No sabe por qué lo alteró tanto, otros le habían gritado antes cosas peores, pero en ese momento…

Fue porque era él. Se molestó porque le dolió lo que dijo, no le molestó o alteró, le lastimó. Le dolió porque era Adrián quien las gritaba. Cuánto poder tenían para lastimar aquellos a los que se amaba, recordó esa frase no sabe si leída o escuchada. Dios, cuánto daría por poder llamarlo, por preguntarle si estaba bien (¿y si lo jodí? Coño, pude sacarle un diente o algo; y pensar en esa posibilidad le encoge el corazón en el pecho). Le gustaría tanto llamarlo y oírle decir que lo siente, que siente todo lo ocurrido, y que lo citara para que hablaran. Sí, desea eso, que Adrián diga que deben hablar, que no podían terminar así. Pero sabe que no lo hará. Adrián era una pequeña cucaracha testaruda e intransigente, jamás lo llamaría. Se yergue en la silla; él podía dar ese paso, pero nunca lo haría. Si la vaina debía terminarse, que se acabara, pero no iba a rebajarse llamándolo. No él.

Pero dolía. Ese vacío, esa sensación de querer gritar, correr, golpear o aullar como un perro con rabia era algo nuevo para él. Esa sensación de insatisfacción, de pesar, de casi malestar para respirar era desconocida. Lo sentía ahora, lo sufría ahora… porque Adrián ya no estaba. Temblando, con la boca abierta cierra los ojos. Lo recuerda esa noche, hace como tres semanas cuando salieron huyendo de aquel bar, ocultándose en ese callejón, riente como idiota, como si no entendiera que en verdad pudo pasarles algo malo. Él estaba furioso, con él, con esos tipos que buscaron la camorra. Deseaba golpear a alguien, regresar y caerles a coñazos, o al tonto muchacho; pero al verlo reír de espaldas contra esa sucia pared, como si aquello fuera una aventura de colegial, lo desarmó. Se veía tan joven, tan insensato, tan alegre, tan… hermoso. Fue a reclamarle, pero el otro le había rodeado el cuello con sus brazos, con fuerza, y lo había besado, de forma cálida, no impulsiva, tampoco suave, parecía excitado, y todo su mundo giró, dejó de pensar, de estar molesto, y se aplastó contra él, clavando sus dedos en esa baja espalda. Llenándose con su calor, con su olor, tan duro de ganas que temió estallar literalmente dentro de sus ropas.

Pero eso era pasado. Esa historia había concluido, y su final no había sido nada feliz. Se ahoga y tiene que lanzar un alarido, llevándose las manos a al nuca y cepillando con furia su cráneo con sus dedos. ¿Por qué…? ¿Por qué…? ¿Por qué nada le salía bien? ¿Por qué coño’e la madre todo tenía que malogrársele siempre? ¡No era justo! No era justo, carajo… Y sin embargo, la primera vez que había visto a Adrián, lo había odiado, recordaba que fue en…
……

- 1 -

Todos los sabían dentro del antiguo Comando de la Unidad, si hay que llamar gente para una marcha, una concentración o para formar un muro de contención, llamen a Adrián Barbosa, que, aunque joven y con pinta de poder estar haciendo cualquier otra vaina (como asolearse en Choroní, como irresponsablemente se cantaba), siempre se presentaba de primero, lleno de adrenalina, con ganas de participar y resistir. Ante cualquier eventualidad el joven se calzaba sus cómodos zapatos de goma, un largo shorts bermudas, una franela holgada que a veces era tricolor, amarilla o azul, y su gorra o cinta a la frente con las iniciales UCV, de la Universidad Central de Venezuela. Y llegaba, batiendo palmas, gritando consignas, llamando a resistir con ese ánimo y alegría de la juventud.

Había comenzado a protestar relativamente tarde, aunque su mamá y sus dos hermanas mayores vivían desde antes muy pendientes de las marchas opositoras al régimen que desdirigía los destino del país. Él no, se lo había ido tomando con soda hasta que dos eventos llegaron a trastocarlo todo: su padre perdió su trabajo en PDVSA, la empresas estatal petrolera, por firmar pidiendo el revocatorio presidencial tres años antes; y luego fueron contra el canal de televisión RCTV, al que cerraron en su señal abierta a todo público. Por razones íntimas, esto fue más revelador e inquietante. A sus ojos jóvenes (que muchos encontraban bonitos) se presentó un panorama aterrador: todo lo que había creído hasta ayer no servía, nada funcionaba, ninguna regla garantizaba seguridad o estabilidad; ahora estaban en el infierno.

Del otro lado, con su franela llevando al frente la oscura imagen del Che Guevara, el eterno rebelde, sobre un fondo rojo, Joaquín Garcés se lanza con igual arrojo y apostolado. En cuento oye que se están congregando los ‘oficialistas’, hay una concentración chavista o se marcharía a favor del Gobierno, el joven se calza también su gorra UCV, caminando con arrojo, con esa pasión que parecía vehemencia o violencia nacida de sus convicciones más profundas. De su boca surgen las consignas que condenan a un grupo necio e insensato que no sabe de qué habla, apátridas que despertaban oyendo y viendo CNN, pendientes del dólar, que deseaban ver su país dominado por los eternos explotadores, por aquellos que habían clavado sus garras y colmillos en las carnes de la república (trasnacionales sin alma, político a sueldo, el Imperio explotando y robando lo que otros no podían llevarse a las bocas hambrientas) y la sangraban, devorándola sin piedad. Su rostro enrojece, sus ojos brillan de furia, de convicción, mientras les grita a las caras detrás del cordón policial que los separa, lo que siente, lo que piensa. Los crímenes de aquella gente, que jamás volverían, eran demasiado recientes, ¿acaso esos muchachos tontos, como el bonitico de flequillo en la frente, no se daban cuenta?

Siendo estudiantes de la UCV los dos, los dos moviéndose alrededor de la universidad, de los grupos que allí se atrincheraban, Adrián y Joaquín estaban destinados (o condenados, según se mirara) a encontrarse cara a cara más de una vez. En medio de marchas y protestas sus ojos habían caído inmisericordes y con furia sobre el otro, y alzando sus puños, tensando los cuellos con el esfuerzo, casi escupiendo con furia las palabras, se habían gritando insultos, condenas y llamadas al otro a entender que sólo seguía a criminales. Joaquín lo detestaba… porque le parecía horrible que un muchacho como él, joven, sano, de rostro limpio y mirada apasionada, casi… decente (pensaba que hermoso, pero no quería usar esa palabra), estuviera allí, del lado de todos esos vagabundos que defendían intereses bastardos, distintos a los de la universidad y el país que los vio nacer. Le desesperaba que él, que ese joven, estuviera en ese bando. A Adrián, no sabía por qué, algo lo urgía a obligarlo a reaccionar, a que entendiera que defendía a bandidos, ladrones y criminales que arruinaban de forma total a la nación preparándola para el remate.
……

La Biblioteca Central era un lugar que le encantaba a Joaquín, aunque pareciera eternamente en remodelación. Le agradaba el orden, el cuidado que se ponía en ese lugar donde cada libro, computadora y archivo era esmeradamente protegido. Los muchachos, y otros no tantos, los eternos estudiantes de postgrados quienes habían hecho esa terrible elección, se comportaban distintos dentro de sus muros en las diferentes salas y pisos. Era común el ceño atento, algo fruncido, mientras las miradas corrían sobre párrafos y bibliografías. Le molestaban algunas restricciones, en algún momento debería permitirse el sacar ejemplares y copiarlo fuera, dentro del edificio el servicio colapsaba, sobretodo en épocas de evaluaciones o preparación de los trabajo finales de grado. También el que se debía estar carnetizado, o ser miembro de la universidad para tener acceso a ella debía ser corregido; lo legal debería ser que se prestara auxilio y servicios a todo el que viniera demandando esa ayuda. Eran cosas que debían cambiarse. Democratizándose, como gustaba pensar.

A él, personalmente, le encantaba ir allí. Sentado, leyendo sobre Marx, Lenin o la martirizada Rosa de Luxemburgo (otros padres del comunismo) se distraía. Se llenaba de calma, de paz. Estar sentado a una mesa, cómodo, con ese aire controlado lejos del calor, lo invitaba a pensar o divagar. Todo era distinto tras esos muros, no había presiones, desencanto, luchas. No pensaba en su labor proselitista que parecía no prosperar. Ni en sus hermanos que no gustaban de estudiar o trabajar. O su padre, bruto y brutal, peleando siempre con su otro hermano. No, nada de eso lo atormentaba allí; y ese sentimiento de bienestar lo había trasferido a ese querido edificio.

Le gustaba el airecillo izquierdista del grupo mismo, aunque los escuálidos (término usado denigrantemente para designar a los contrarios), habían ido combatiéndolo. Hasta hace poco hubo una exposición sobre Cuba, el milagro social de un pueblo cercado en el Caribe por la codicia norteamericana, que fue retirada de mala manera. Ni por un momento pasa por su mente que esos trabajos realizados por jóvenes de la misma universidad, iban afectándose al relacionar estos lo que pasaba en el país a nivel doméstico e individual (a los muchachos solo les dolía los que los tocaba directamente, lo demás no), con el llamado socialismo que el Gobierno auspiciaba. Para él era producto de reaccionarios que deseaban terminar con el pensamiento marxista dentro de la máxima casa de estudios.

Vaya, no debió tomar tanta agua, se dice sintiéndose indispuesto, enfrascado como estaba en un párrafo que debía dejar al tener que ir a vaciar la vejiga. Le agradaban los baños de ese piso, por razones particulares, por lo que al dejar el libro y dirigirse a ellos ya se había disipado parte del malestar. En los sanitarios también se podía leer. Como en todos los baños de hombres, había letreritos chistosos, ingeniosos, intrigantes o… eróticos. Por alguna razón los hombres se ponían poéticos, generalmente homoeróticos, en ellos. No sabe si es algo estudiado por sicólogos o no, pero así era. Todo el que entraba, y llevaba un bolígrafo o un marcador, no podía resistir la tentación de dejar una notita, un homenaje de su presencia en el lugar a la posteridad. Había uno que debió ser escrito hace más de veinte años atrás porque decía: soy bonito como un MENUDO (una olvidada banda juvenil), y quiero un macho que me de… Esa parte la habían tachado, pero podía imaginarlo. Justo al ir entrando el repicador de su teléfono celular le indica que recibe un mensaje, así que leyéndolo, abre la puerta que se cierra simplemente con dejarla caer, y entra en silencio. Era su amiga, la del nombre ridículo e imposible de Mortiana. Lo citaba para que tomaran algo en el cafetín de odontología. Una vez adentro, lo oyó…

Parecen ahogados bufidos, como gemidos muy apagados y quedos hechos por alguien que no desea llamar la atención pero que no podía controlar lo que hace. Siendo joven, Joaquín imagina algo deliciosamente escandaloso: vaya, ¡alguien se masturbaba allí! Y eso le provoca un escalofrió de divertido interés. Era lo suficientemente muchacho como para que todo eso le interesa de manera imperante, y no eran únicamente sus inclinaciones sexuales lo que lo llevó a imaginar mil vainas (un tipo con los pantalones en los tobillos y dándole mano al pilón), sino porque era… un hombre, tan simple como eso. Alguien la pasaba bien ahí, aunque… ¿hacerlo allí? Algo malo debía funcionarle en el cerebro (a estas alturas visualiza a alguien sentado y a otro de pie con el pantalón en…). Allí, de pie cerca de la puerta del aparentemente solitario baño, aseado, cromado, lo ve salir del último de los privados. Era Adrián Barbosa, pero ese nombre no lo conocía aún.

CONTINUARÁ…

Julio César.

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