martes, 7 de abril de 2009

ESCALOSFRÍOS… 2

Hay cosas que dan miedo sin necesidad de ser sobrenaturales. A veces abrimos un periódico y leemos algo insólito: un tipo se cita con otro… para que lo mate y lo devore. Un hombre mantiene encerrada durante años y años, sin que nadie parezca notar nada extraño, a una pariente, atormentándola. El mundo sigue girando, pero sí, hay muchas cosas a las cuales temer. Una vez hablando con una colega de trabajo sobre el crimen en Caracas y lo poco que el Estado puede hacer por protegernos en muchos casos, ella definió la diferenciación exacta. Las autoridades pueden colocar vigilantes en una esquina y disuadir a quien quiere robar, secuestrar o matar. Pero nadie puede protegernos del vecino que cava en medio de la nada, un sótano para encerrarnos.

El siguiente relato tiene algo de eso. Disfrútenlo…
……

MUÑECAS
Luis Bernardo Pérez
Acepté ver la colección de muñecas sólo por cortesía, no porque me interesara. La vieja acababa de adquirir uno de los extractores de jugo que ofrezco de puerta en puerta y ello me hacía sentir comprometido. Además, una de las reglas básicas de todo vendedor exitoso es la de no contrariar al cliente.

La casa era humilde, pero lucía ordenada y limpia. Había jarrones con flores frescas, varias imágenes religiosas colgaban de las paredes y una radio antigua descansaba en un rincón. Desde el principio el lugar me resultó sombrío, aunque no puede precisar el motivo.

Me levanté del sillón forrado de plástico y me dejé conducir por un estrecho pasillo hasta una puerta cerrada con llave. La vieja abrió y entramos en una habitación poco iluminada. El penetrante olor a perfume de violetas hizo que se me revolviera el estómago. Entre las sombras distinguí a las muñecas. Había de todos los tipos y tamaños. Algunas se apretujaban en los entrepaños que cubrían las cuatro paredes, otras se encontraban arracimadas en un diván, recargadas contra la pared o sentadas en el piso apoyándose las unas en las otras.

La vieja no ocultaba su orgullo.

-Aquí están mis nenas- dijo.

-Es impresionante- afirmé fingiendo entusiasmo-. ¿Cuántas tiene?

-No estoy segura. Hace mucho tiempo que perdí la cuenta, pero seguro son más de mil.

Caminé entre esa multitud de rostros infantiles. Mi anfitriona corrió las cortinas para aclarar un poco el cuarto. Vi cientos de niñas rubias y morenas, de trapo y de plástico, con el pelo lacio o rizado, con sus zapatos brillantes, sus pulcros baberitos y sus vestidos impecables.

-Esta es una de las primeras que tuve- dijo la vieja señalando una figurilla llena de encajes en cuyo inexpresivo rostro se advertía el brillo de la porcelana-. Mi papá la mandó traer directamente de Francia cuando cumplí diez años. Y esa otra, la que tiene la falda bordada, me la regaló mi hermano Francisco cuando estuve enferma. Eso fue en el año... Déjeme recordar...

La fragancia de violetas resultaba intolerable. Me sentí mareado, pero no quise interrumpir las explicaciones de la vieja, quien hablaba sin parar sobre su colección Yo miraba sin ver, paseaba la vista sobre la mesa de cuerpecitos inertes que ella había ido acumulando a lo largo de los años y de quienes se expresaba con tanta familiaridad. Entonces, fijé mi atención en dos de las muñecas, las cuales se distinguían del resto por su absoluta falta de gracia. Eran dos monigotes con los brazos torcidos, el pelo maltratado y la cara cenicienta.

Me acerqué para observar aquellas esperpénticas figuras. Ambas estaban vestidas de azul y llevaban listones rojos en la cabeza. Parecían fabricadas de cartón o de arcilla sin cocer. La boca se abría para formar una mueca ridícula. Al aproximarme más noté que las dos presentaban oscuras oquedades en el lugar donde deberían ir los ojos y la nariz. Fue entonces cuando, percibí, mezclado con el aroma de las violetas, un peculiar hedor, una exhalación putrefacta. Retrocedí aterrado.

Mascullando una excusa, salí de la habitación. Al pasar por la sala tomé mi caja de muestras y, sin mirar atrás, me lancé a la calle a toda prisa. En el cerebro resonaban con insistencia las palabras de la vieja:

“-Aquí están mis nenas".
……

Simple, conciso, corto. No entiendo cómo alguien puede describir algo tan bueno con tan pocas palabras. Y qué siniestro. La demencia, esa es otra cara del horror. La demencia que transforma a gente común, a comunes seres humanos en monstruos capaces de las peores atrocidades. El cuento, como digo, fue bueno, pero yo como lector independiente, que lo miro desde afuera, habría agregado detalles. En lugar de un vendedor adulto, el mirón habría sido un niño que comió galletas y tomó leche antes de ver las muñecas. Al bajar, sintiéndose mareado por el olor a violetas, habría recordado cuentos sobre la anciana, y al descubrir la creciente colección de “nenas” entendería que su mareo tiene un significado más siniestro mientras ella cierra una puerta a sus espaldas. Brrrr… nada más de imaginarlo da… escalofrío.

Julio César.

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