miércoles, 22 de octubre de 2008

VI A MAMÁ TRISTE

Hace cosa de un mes, inmerso como estaba en mi vida, en mis luchas propias y contra el mundo, recibí una llamada de mi hermana Melissa. Hablamos de algunas cosas, de los sobrinos y todo eso, y en todo momento sentí que deseaba decirme algo. Me preguntó que cuándo iba a visitar a mamá. Repliqué que pronto, de hecho voy muy seguido. En su casa hablo, como y bebo con mis hermanos; y la paso bien. Ella siempre me pregunta cómo va todo, que si estoy bien, me pregunta por las amigas en mi vida y cosas así. Siempre termina diciéndome que quiere verme casado. Esta vez me sorprendió lo que dijo Melissa como terminando la conversación.

-No sé si son ideas mías, pero noté a mamá triste.

Me intrigó, pero no mayormente, lo supuse una tontería. No supo explicarme más o darme alguna razón. Colgó y olvidé la cosa… de momento. Esa noche, después de cenar bien, en bermudas y franelota, viendo televisión en la sala con los pies sobre la mesita, como no nos dejan hacer ninguna de las mujeres del mundo, las palabras volvieron a mi mente: noté a mamá triste. Con disgusto me dije que debí llamarla antes de esa hora. Era tarde, a las nueve de la noche mamá cree que es media noche y cualquier llamada la altera. Pero ahora yo estaba intranquilo, y no pude apartar ese desagradable sentimiento de mí ni siquiera cuando me fui a dormir. Creo que hasta me molesté con Melissa.

Al otro día salí tarde esperando que dieran las siete de la mañana para llamarla. Lo hice y me dio algo de remordimiento oír su voz alegremente sorprendida, y preocupada:

-Julito, Dios te bendiga, ¿cómo estás mijo? (es a la única que le permito que me diga así, es un diminutivo que odio realmente). ¿Pasa algo?

¿Tan pocas veces la llamo? ¿Tanto le alegraba escucharme? Eso no me gustó. Le dije que no, y hablamos y hablamos. Me dijo que se sentía bien, pero llevándola ladeadito me dijo que andaba preocupada por su amiga Marta, a quien le encontraron un tumor en un seno, y que estaba asustada y lloró en su cocina mientras se lo contaba, y ella también lloró, por su amiga de tantos años. Luego me hablo de Irma, otra amiga, quien ya casi no salía de su casa por una artritis deformante que la mantenía casi inmóvil, en medio de dolores. La oí gemir que pobre Irma, una mujer tan ágil, tan vital. “Es que vamos para viejas, y ya no servimos”. Esa frase me asustó y dolió, ¿mamá vieja y que ya no sirve? No, ella no. Eso le pasaba a otra gente. La verdad es que la conversación me dejó más inquieto. Esa tarde pasé a visitarla. Y la encontré… aplicándose unas gotas en un oído, llevaba días con un dolor y unos vértigos por una infección y usaba ese médicamente, pero se quejaba de que no le servía. ¡Y yo no sabía nada! Melissa, ni Miguel, que vive cerca, me habían dicho nada.

Debió ser la caída de la tarde, esa hora rara entre las cinco y medias y las seis de la tarde, cuando se dice que hay que encender las luces porque pasa la virgen, pero nos pusimos evocativos. Ella habló de su familia. A la abuela no la conocí, murió antes de que yo naciera. Al abuelo tampoco, murió poco después. Mama tuvo dos hermanos, Roberto que dejó una hija a la que nunca vemos, y Jesús, quien era parrandero y despreocupado, y que no dejó hijos. Ambos están muertos ya. Uno de un infarto, el otro en un accidente. Y nunca había caído en ello, pero reparé de pronto: a mamá no le queda nadie de su gente directa, sangre de su sangre. Tiene primos a los que ve ocasionalmente, pero no es igual. Mirándola me pregunté qué sintió durante cada uno de esos horribles momentos de su vida, cómo fue su vida de muchacha sin mamá, qué pensó al tener que ir a darles el ultimo adiós a sus hermanos, los que fueron niños cuando ella lo era y tal vez compartieron y compitieron por todo. Yo la tengo a ella y a papá, mis hermanos están todos aquí, a los sobrinos intentamos criarlos en la idea de que todos son hermanitos; pero ella…

Fue raro verla tan frágil en ese momento, tan llena de pensamientos melancólicos, de tantos pesares pasados y presentes. No lo sé, siempre la vi como la mujer fuerte que llevaba la casa y nuestras vidas, a veces dura. Pero ahora no. Y me alegré de que mis sobrinos vivieran metidos en su casa, al grito de ‘abuelita, abuelita’, y que el último de Melissa, de años y medio, y la primera de Eduardo, de dos años y un mes, luchen a puños limpios, celosos, por sus atenciones. No, no me gustó ver a mi mamá triste. Ahora intento llamarla más a menudo, contarle mis problemas, mis inquietudes y hasta desengaños, creo que ella vuelve a sentirse la de antes, la fuerte, la que guiaba y aconsejaba. Se acerca su cumpleaños, y el consenso general es que debe ser un fiestón, eso le gustará, aunque una madre se siente más contenta cuando uno se echa en la cama, junto a ella, y le cuenta sus problemas. Es una realidad, como lo es también que damos por sentado que todo está bien siempre, y no nos damos cuenta cuando en las miradas de la gente cercana brilla el temor de la tierra desconocida, a la vejez que llega con sus amenazantes males, o cuando se recuerda, porque mucho se ha vivido, los rostros de quienes se han ido. Mamá no ha perdido a ninguno de sus hijos, y como ella misma dice, y creo debo hacerme eco, ojalá nunca viva lo suficiente para tener que cruzar también por ese trance.

Julio César.

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