lunes, 27 de octubre de 2008

TRINITARIAS… (4)

Lista a dar la batalla…

-¿Es verdad lo que dijo Enrique? ¿Estás dispuesto a…? –no halla las palabras. Él sonríe con una mueca, amarga, rencorosa, nada cariñosa.

-¿Qué otro camino tengo, Victoria León? –la mira ahora, con ojos centelleantes, tantos que la acobardan un tanto.- Te metiste en mí, en mi carne de una manera que ya no sé si podré sacarte, o si vale la pena seguir después de hacerlo. –desvía la mirada, torturada, sorprendiéndola como siempre cuando la nota cerrada, oculta, ¿qué había en la vida de Armando que jamás dejaba que ella lo alcanzara totalmente? No lo sabe, pero intuye algo grave, algo muy doloroso y previo a su legada.- Le diste sentido a lo que nunca antes lo tuvo. Le diste luz a una noche oscura, una noche que había durado demasiado y que yo pedía una y otra vez que se terminara. Y ahora esto…

El abatimiento de sus palabras, de su gesto, impresionan aún a Enrique, quien lo mira ceñudo, no entendiendo de dónde saca todas esas palabras que… sonaban idiotas, pero también agradables. La mirada de Vicky, quien se aparta los cortos cabellos que el viento insiste en meter en sus ojos, lo estudia con tanto cariño en esos momentos que se alarma; la joven siente la necesidad de ceder, de ser débil, acunarlo y decirle que lo ama por encima de todas las cosas, que por él haría lo que fuera, que a él lo amaría hasta el último momento de su vida. Pero no lo hace. No puede, porque aunque todo ello es verdad… también estaba Enrique. A él también lo amaba. Una manita de la joven cae sobre la pierna del muchacho en taje, quien se tensa, quien se alerta, pero también arde, su toque basta para despertar sus sentidos, sus emociones. Enrique traga saliva, una que es amarga, seca, arenosa.

-Yo te quiero, Armando, con todo mi corazón. –reconoce ella, con una leve sonrisa de ternura.- Me lastima verte así.

-No, no es verdad. Me hieres a propósito. –la acusa, con ojos brillantes de una humedad que contiene.- Estás conmigo y estás con él. Para ti soy un juego… un tipo con el que pasas un rato.

-No es así. –es enfatiza, simple.- Contigo me siento segura, adorada, importante. Tu también lo eres para mí. Eres mi vida.

-¿Y él?

-También lo amo. –admite, sosteniendo su mirada que se nubla de rencor, de rabia. La sostiene, la resiste hasta que nota su vergüenza, su retirada. Entonces se vuelve hacia el otro.- Enrique es una persona maravillosa, un ser humano increíble. –le sonríe, le gusta notar como todo disgusto desaparece del más fornido con tan sólo mirarlo. Se vuelve al primero.- Cuando lo conozcas mejor, lo entenderás, sabrás de su corazón limpio de niño buena gente, de compañero constante y fiel. Con Enrique en nuestras vidas habrá risas, camarería, compañía. Él y yo estaremos ahí para ti, para sostenerte cuando estás decaído, para sacarte de tus melancolías. Con él y conmigo jamás estarás solo.

-No… no… Conmigo que no cuente. –grazna Enrique enfático, desviando la mirada, todo eso era demasiado. No le gustaba para nada lo que decía su nena. Él era un carajo normal, un tipo que le gustaba la buena comida, la buena cama y las mujeres. La deseaba y adoraba a ella, no quería conocer a ese sujeto, ni mucho menos… estimarlo.

-Si, cariño. Él contará contigo, como lo haré yo misma. –parece convencida. En su mirada, en su sonrisa, en sus gestos hay algo que los asusta a ambos, porque les parece entrever un mundo distante, uno donde ellos dos estarían demasiado cerca.- Y tú y yo contaremos con él, verás lo organizado, lo fiable, lo protector que puede llegar a ser. Con Armando en nuestras vidas habrá estabilidad, serenidad; él te dará una mano cuando las cosas estén mal, porque él es así, más bajito, menos fornido, pero hecho de acero.

-Lo que dices es una locura. –jadean casi a dúo, mirándose alertas, incómodos al concordar en algo.

Ella, sonríe como una conversa a una religión extraña, como una niña muy feliz, casi febril, sabiendo que camina sobre hielo fino, sobre terreno resbaladizo y nuevo, pero necesario. Sus manitas toman las de ellos, sus muñecas descansan en los muslos masculinos. Y conformaban una triada extraña, sentados allí, muy cerca. Ellos dos como los típicos machitos, muy abiertos de piernas como si sus pelotas fueran demasiado grandes, viéndose jóvenes y agradables. Casi aprisionada entre ellos, ella, bella, esbelta, grácil, femenina, sonriente, atrapando sus manos. Hay tanta intimidad y electricidad que varias personas parecen presentirlos, observándolos al pasar.

-Sé que suena difícil de creer. Pero resultará. –le dice a Armando; se vuelve hacia enrique.- Estoy convencida de que juntos, los tres, seremos felices. De que los tres podemos ser muy dichosos, queriéndonos.

-Vicky, por Dios…

-Nena, no es posible… -jadea cada uno de ellos, pero es más como un lamento de temor.

Cada uno llegó a esa cita imposible porque amaba a esa mujer, no lo habían dicho, ni siquiera a ellos mismos, pero había ocurrido. Cada uno se enamoró de ella, la idolatraba y esperaba el momento oportuno para declarárselo, casarse en una prefectura y vivir juntos hasta que la muerte los separara. Pero ella había resultado loca, esa nena bella y femenina, dulce y de apariencia frágil había resultad una tigra; a uno le presentó el otro y dijo que los amaba a los dos, desatando un infierno de rabias, rencores, angustias, llantos y desesperación.

Cada uno había decidido intentar seguir, olvidarla, mandarla al coño. Cada uno lo intentó, pensando que podría, pero lo que eran, sus vidas, lo que fueron, los ataba. Cada uno tenía su historia, y ella era el bálsamo que había brindado paz, ternura, pasión y dependencia. A su manera cada uno la amaba, eso habría sido suficiente para seguir luchando por su amor, pero ahora, además, que sabían del otro, tampoco podían separarse así como así. Enrique no deseaba que Armando triunfara, y Armando prefería morirse a dejar que Enrique (a quien ya consideraba su peor enemigo en este mundo) se quedara con Vicky.

Sin saberlo seguían el camino trazado por la joven. Por ello hablaron, intentaron llegar a un acuerdo donde no se mataran mutuamente hasta que Vicky tuviera la oportunidad de rectificar y elegir a uno de ellos. Y a eso iban a dedicar sus vidas, a que ella lo eligiera a él (se decía cada uno) botando al otro como el perro sarnoso e inútil que era. Sin embargo esa joven menuda, de ojos brillantes, tenía sus propios planes. Y no iba a detenerse hasta conseguirlo, y mientras sonríe viendo de uno al otro, en su mente desfila toda una vida, una donde tomando una ducha en la mañana para salir a trabajar, Enrique entra porque tiene prisa, y Armando se les une por el mismo motivo; puede verse preparando algo de cenar mientras los observa, en la salita en penumbras, mirando la televisión donde algún tonto partido de fútbol era transmitido, como amigos, como colegas, esperando por ella. Sí, Vicky León tenía sus propios planes y no se detendría hasta alcanzarlos.
……

En cuanto su madre desapareció dentro de la vivienda, Joaquín la olvidó. No por mala gente o mal hijo, sino porque así era, ninguno de ellos le brindaba a la doñita un pensamiento mas allá del normal. Era mamá y punto. De haber estado enferma de algo malo o de haber muerto súbitamente, seguramente habría entendido cuánto la amaba e iba a dolerle y pesarle no prestarle más atención antes. Pero la gente era así, el ser humano no estaba programado para pensar en felicidades ajenas mucho tiempo, lo primordial era la propia, era una ley egoísta de supervivencia. Flexionando sus brazos sobre la barra de ejercicios, el joven intenta concentrarse en las mil cosas que tiene que hacer. El y los otros debían ir a las concentraciones para explicar las ventajas del nuevo curriculun estudiantil, de la democratización de las universidades. Era importante que…

-Maldita sea… -grazna con rabia, soltándose. No importaba cuánto torturara su cuerpo, su mente adolorida clamaba más.

Nuevamente se deja caer en el banco. Bañado en sudor, jadeando por la boca abierta. Oye risas detrás del muro, oye conversaciones, música. Era sábado en la noche, todos saldrían a bailar, pasear, amar. Estaba convencido de que muchas citas de cama se resolverían en esos últimos momentos. Todos parecían divertirse menos él. Pero no puede pensar en eso, no quiere, porque lo único que venía a su mente era el rostro de ese tonto, engreído y medio mentepollo muchacho que se le había metido en la piel. Era ese rostro sonriente, a veces altivo y chocante, muchas veces tierno e infantil lo único que podía ver. Lo recuerda gritándole, inmutándolo de esa manera tan dura que tenía, por lo que tuvo que callarlo, de la única forma que pudo, a golpes. No sabe por qué lo alteró tanto, otros le habían gritado antes cosas peores, pero en ese momento…

Fue porque era él. Se molestó porque le dolió lo que dijo, no le molestó o alteró, le lastimó. Le dolió porque era Adrián quien las gritaba. Cuánto poder tenían para lastimar aquellos a los que se amaba, recordó esa frase no sabe si leída o escuchada. Dios, cuánto daría por poder llamarlo, por preguntarle si estaba bien (¿y si lo jodí? Coño, pude sacarle un diente o algo; y pensar en esa posibilidad le encoge el corazón en el pecho). Le gustaría tanto llamarlo y oírle decir que lo siente, que siente todo lo ocurrido, y que lo citara para que hablaran. Sí, desea eso, que Adrián diga que deben hablar, que no podían terminar así. Pero sabe que no lo hará. Adrián era una pequeña cucaracha testaruda e intransigente, jamás lo llamaría. Se yergue en la silla; él podía dar ese paso, pero nunca lo haría. Si la vaina debía terminarse, que se acabara, pero no iba a rebajarse llamándolo. No él.

Pero dolía. Ese vacío, esa sensación de querer gritar, correr, golpear o aullar como un perro con rabia era algo nuevo para él. Esa sensación de insatisfacción, de pesar, de casi malestar para respirar era desconocida. Lo sentía ahora, lo sufría ahora… porque Adrián ya no estaba. Temblando, con la boca abierta cierra los ojos. Lo recuerda esa noche, hace como tres semanas cuando salieron huyendo de aquel bar, ocultándose en ese callejón, riente como idiota, como si no entendiera que en verdad pudo pasarles algo malo. Él estaba furioso, con él, con esos tipos que buscaron la camorra. Deseaba golpear a alguien, regresar y caerles a coñazos, o al tonto muchacho; pero al verlo reír de espaldas contra esa sucia pared, como si aquello fuera una aventura de colegial, lo desarmó. Se veía tan joven, tan insensato, tan alegre, tan… hermoso. Fue a reclamarle, pero el otro le había rodeado el cuello con sus brazos, con fuerza, y lo había besado, de forma cálida, no impulsiva, tampoco suave, parecía excitado, y todo su mundo giró, dejó de pensar, de estar molesto, y se aplastó contra él, clavando sus dedos en esa baja espalda. Llenándose con su calor, con su olor, tan duro de ganas que temió estallar literalmente dentro de sus ropas.

Pero eso era pasado. Esa historia había concluido, y su final no había sido nada feliz. Se ahoga y tiene que lanzar un alarido, llevándose las manos a al nuca y cepillando con furia su cráneo con sus dedos. ¿Por qué…? ¿Por qué…? ¿Por qué nada le salía bien? ¿Por qué coño’e la madre todo tenía que malogrársele siempre? ¡No era justo! No era justo, carajo… Y sin embargo, la primera vez que había visto a Adrián, lo había odiado con todo su corazón, de una forma caliente, apasionada. Era su enemigo y deseaba lastimarlo en ese instante. Recordaba que fue en…
……

CONTINUARÁ…

Julio César.

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