miércoles, 15 de octubre de 2008

TRINITARIAS… (3)

Lista a dar la batalla…

-¿Qué quiere, mamá? –pregunta Joaquín, enderezando la espalda sentado en aquel banco, mirándola entre mortificado e impaciente, mirada que la doña conoce bien.

-Llevas mucho rato aquí, mijo. –comenta ella, suave.

Aleida Mijares es una mujer algo obesa, de cabellos mal cortados, sin mucho cuerpo, medio teñido. Su rostro parece cansino. Su mirada refleja preocupación, cariño, pero también cautela. Lo nota cuadrarse ‘para la batalla’, e instintivamente sabe que Joaquín levanta barreras, muros altos tras los cuales se oculta siempre ahora. Ella sabía de la rabia que lo devoraba por dentro, de ese rencor que había manchado su vida desde muchacho, muchas veces quiso explicarle que eran cosas que pasaban, mala suerte, pero aquel muchacho niño se lo había tomado a pecho y dejó que la rabia anidara en su alma. Para Joaquín no había mayor misión en esta vida que combatir y destruir a los que consideraba sus enemigos. Ella podía entender esa lucha, hasta justificarla, era injusto que alguien muriera de hambre al lado de ricos manjares, pero no la compartía. Pero había más, esa parte que el joven había decidido que nadie conocería, lo obligaba a aislarse en facetas enteras. Sin embargo ella lo intuía.

-Déjeme tranquilo, mamá. Necesito ejercitarme. Llevo días sin practicar. –gruñe sin mirarla, con el rostro enfurruñado.

Si, llevaba días dedicados al ocio y la vagancia; días inútiles, vacíos… maravillosos días que pasaba en compañía de Adrián, dizque discutiendo de política y de conciencia social, cuando en verdad sólo deseaba mirarlo, tocarlo, recorrerlo todo con sus manos, oírlo reír, verlo relajado (siempre andaba como ausente, distante, y en su mirada había como dolor, se dijo más de una vez preocupado).

-No me gusta verte tan solo, Joaquín. Antes salías un día como hoy, un sábado en la nochecita a pasear, al cine, a bailar con tus amigas. Siempre tenías a una llamándote. Ahora andas solitario, no te juntas con nadie como no sea esa gente del… comando. –lo dice con reprobación.- ¿Por qué andas tan solo?

-Hay mucho qué hacer, mamá. No tengo tiempo para pendejadas. –la mira con ese rencor de siempre, no hacia ella, hacia… la vida, pero ahora no parecía tan intenso ni tan sincero como antes, piensa ella. Era una fachada. Otro muro.

-Mijo, ¿por qué ya no traes nunca a una muchacha como antes? ¿Por que no sales con nadie? –pregunta, con el corazón palpitándole. Y él la mira, altanero, elevando el mentón, como dispuesto a contarle, a explicarle. Y ella siente miedo.

-¿En verdad quiere que hablemos, mamá? ¿Quiere saber de mí? –pregunta desafiante; y entiende que no, la mira escurrirse en su mirada. ¿Qué tanto sabría, o sospechaba, ella? Eso que debería mortificarlo como a todo el que oculta algo, no logra alterarlo, no con ella, con su mamá. De forma innata sabe que de ella no debe temer nada. Ella jamás se pondría contra él.- Déjeme solo, mamá. –termina, poniéndose de pie, dándole la espalda y volviendo a la barra con un cansino salto. Le duelen todos los músculos.

Ella entiende que no hablará, no más. y levemente mortificada se aleja. Tenía miedo, miedo de que Justino, su marido, el brutal padre de los muchachos, se metiera. Pero tal vez debería hacerlo al final de cuentas. Lo mira subir y bajar en esa barra, suspirando, ¡qué difícil eran os hijos! Todos daban problemas a su manera, y eso que Joaquín era de los mejorcito. Pero siempre andaba amargado, colérico… excepto por estos últimos días. No sabía (o no quería darse por enterada) qué había variado, pero había notado esos cambios. Lo escuchaba silbar mientras se duchaba, y a veces cantaba, algo inconexo, pero ligero, sintiéndose realmente feliz, y sus baños eran largos, restregándose a conciencia. Lo veía afeitarse bien, revisando su rostro una y otra vez al espejo, pasando sus dedos por la leve sombra de barba y bigote que gustaba dejarse y que le quedaba bien; usando únicamente ropa no sólo limpia, sino que oliera a suavizante.

Lo veía mirar el reloj, inquieto, expectante, atento a su teléfono, sonriendo cuando recibía esos mensajes de textos que nadie más leía. Esa sonrisa, ese brillo en los ojos le gustaba, y la asustaba. Lo veía salir erguido, lleno de vida, de dicha. A veces no regresaba en toda la noche. Justino andaba contento, pero ella… Y lo veía regresar, como aliviado, descargado de rencores, de los viejos odios que le arrugaban muchas veces la frente. Lo veía caer en un sillón durante largos minutos, sonriendo, evocando cosas gratas, momentos felices. Pero todo había terminado bruscamente desde ayer. Algo (¿una pelea?, su labio parecía hinchado) había sucedido y ahora parecía tan seco como siempre, pero también acongojado. Ella no se engañaba, lo percibía en sus ojos. Joaquín sufría.

Ya se le pasaría, se dice como para consolarse, entrando en la enorme cocina, llena de corotos y muebles, algunos muy viejos, como la nevera que daba toques eléctricos si algún descuidado se le recostaba descalzo. Disgustada mira el lavaplatos lleno de peroles. Todos comieron y bebieron como cerdos en porqueriza, y se fueron si pensar siquiera en ayudarla a asear. Nadie lo hacía nunca. Todos parecían creer que ese era su deber, su misión en la vida; tal vez imaginaban que se sentía realizada haciéndolo. Desde que Mary, la mayor de las hembras se había casado, yéndose con su marido, no tenía ningún auxilio en esa casa.

Nadie pensó, esa noche por ejemplo, en darle la sorpresa de lavar los corotos, aunque… de entrar y encontrar que alguien más lo hizo, seguramente la impresión la habría matado. Y debía ser horrible caer muerta en medio de la cocina, con su bata de bolsillos rotos, la pantaleta demasiado ancha de cintura amarrada con un nudo (no se animaba a botarla) y el cabello sin lavar. Sin embargo, sonríe amarga, semejante peligro no existía, no el morir, eso siempre andaba allí, sino que a sorprendieran ayudándola. De alguna manera en la que ella no reparaba, se había creado un patrón… sus otros hijos no se sentían obligados a asear el lugar donde comían, dormían y vivían. No veían la necesidad, no se sentían obligados a ello, estilo de vida que seguramente llevarían con ellos a cualquier otro lado a donde fueran en el futuro. Pero eso escapaba a su razonamiento, ella misma, después de ser una mujer que obligaba a las hijas de niña a ayudarla lavar los baños, había pasado a ser una mujer que no contaba con ayuda para nada, y ya no podía imponerse. Y le parecía normal. De forma inconexa vuelven sus pensamientos a Joaquín, e intuía que había algo, que sucedía algo, que no era del todo normal con él. Y cierta fotografía vuelve a su memoria, incomodándola, llenándola de aprensión.
……

-Mira lo que hiciste, imbécil. –grazna, duro, Armando, sosteniendo a la semi desmayada Vicky por un brazo. El otro joven lo mira fulminante, tocado en una herida abierta que siempre intenta disimular.

-No me digas imbécil, maricón, o te caigo a co…

-Basta. –gime la joven entre ellos, entendiendo que lo mejor era sobreponerse a la debilidad provocada por la sorpresa (¡estaban considerando que ella podía ser de ambos!), o lo perdería todo en esta disputa. Sin embargo sus piernas temblorosas la obligan a tomar asiento en el primero de los escalones, casi halándolos con ella.- No quiero que discutan entre ustedes, no saben cuánto me lastima, como me duele cuando lo hacen.

-Él comenzó. –replica con infantilismo, Enrique.

-Y tú debes ponerle fin, cariño. No quiero que lastimes a Armando, no es tan fuerte como tú.

-¡No soy un tullido! –replica este, pero sin mirar al otro, quien en verdad podría sacarle brillo a todas esas escalinatas barriendo el piso con él. Y es a él, al menos alto, al menos fornido, el más lastimado por todo aquello, a quien la joven mira.

-¿Es verdad lo que dijo Enrique? ¿Estás dispuesto a…? –no halla las palabras. Él sonríe con una mueca, amarga, rencorosa, nada cariñosa.

-¿Qué otro camino tengo, Victoria León? –la mira ahora, con ojos centelleantes, tantos que la acobardan un tanto.- Te metiste en mí, en mi carne de una manera que ya no sé si podré sacarte, o si vale la pena seguir después de hacerlo. –desvía la mirada, torturada, sorprendiéndola como siempre cuando la nota cerrada, oculta, ¿qué había en la vida de Armando que jamás dejaba que ella lo alcanzara totalmente? No lo sabe, pero intuye algo grave, algo muy doloroso y previo a su legada.- Le diste sentido a lo que nunca antes lo tuvo. Le diste luz a una noche oscura, una noche que había durado demasiado y que yo pedía una y otra vez que se terminara. Y ahora esto…

El abatimiento de sus palabras, de su gesto, impresionan aún a Enrique, quien lo mira ceñudo, no entendiendo de dónde saca todas esas palabras que… sonaban idiotas, pero también agradables. La mirada de Vicky, quien se aparta los cortos cabellos que el viento insiste en meter en sus ojos, lo estudia con tanto cariño en esos momentos que se alarma; la joven siente la necesidad de ceder, de ser débil, acunarlo y decirle que lo ama por encima de todas las cosas, que por él haría lo que fuera, que a él lo amaría hasta el último momento de su vida. Pero no lo hace. No puede, porque aunque todo ello es verdad… también estaba Enrique. A él también lo amaba. Una manita de la joven cae sobre la pierna del muchacho en taje, quien se tensa, quien se alerta, pero también arde, su toque basta para despertar sus sentidos, sus emociones. Enrique traga saliva, una que es amarga, seca, arenosa.

-Yo te quiero, Armando, con todo mi corazón. –reconoce ella, con una leve sonrisa de ternura.- Me lastima verte así.

-No, no es verdad. Me hieres a propósito. –la acusa, con ojos brillantes de una humedad que contiene.- Estás conmigo y estás con él. Para ti soy un juego… un tipo con el que pasas un rato.

-No es así. –es enfatiza, simple.- Contigo me siento segura, adorada, importante. Tu también lo eres para mí. Eres mi vida.

-¿Y él?

-También lo amo. –admite, sosteniendo su mirada que se nubla de rencor, de rabia. La sostiene, la resiste hasta que nota su vergüenza, su retirada. Entonces se vuelve hacia el otro.- Enrique es una persona maravillosa, un ser humano increíble. –le sonríe, le gusta notar como todo disgusto desaparece del más fornido con tan sólo mirarlo. Se vuelve al primero.- Cuando lo conozcas mejor, lo entenderás, sabrás de su corazón limpio de niño buena gente, de compañero constante y fiel. Con Enrique en nuestras vidas habrá risas, camarería, compañía. Él y yo estaremos ahí para ti, para sostenerte cuando estás decaído, para sacarte de tus melancolías. Con él y conmigo jamás estarás solo.

-No… no… Conmigo que no cuente. –grazna Enrique enfático, desviando la mirada, todo eso era demasiado. No le gustaba para nada lo que decía su nena. Él era un carajo normal, un tipo que le gustaba la buena comida, la buena cama y las mujeres. La deseaba y adoraba a ella, no quería conocer a ese sujeto, ni mucho menos… estimarlo.

-Si, cariño. Él contará contigo, como lo haré yo misma. –parece convencida. En su mirada, en su sonrisa, en sus gestos hay algo que los asusta a ambos, porque les parece entrever un mundo distante, uno donde ellos dos estarían demasiado cerca.- Y tú y yo contaremos con él, verás lo organizado, lo fiable, lo protector que puede llegar a ser. Con Armando en nuestras vidas habrá estabilidad, serenidad; él te dará una mano cuando las cosas estén mal, porque él es así, más bajito, menos fornido, pero hecho de acero.

-Lo que dices es una locura. –jadean casi a dúo, mirándose alertas, incómodos al concordar en algo.

CONTINUARÁ…

Julio César.

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