viernes, 12 de junio de 2009

TODAVÍA

Será que algunos nunca aprendemos…

La vida siempre fue grata, sin sobresaltos o penurias; siempre contaste con el amor de tu familia, su ayuda y comprensión. Discutiste, peleaste, te disgustaste y llenaste de rabias contra ellos, y ellos contra ti, pero era parte de crecer. De ser familia. Cuando miras a otras personas, comparándolos con tu gente, y los ve llegar, te alegras porque los quieres. No hubo guerras o persecuciones, hambre o miseria en tu existencia. La escuela estuvo allí si la querías, la casa, las ropas, los viajes. Aún el auxilio de un padre serio y trabajador cuando decidiste dejar el nido, un día emocionante, grande, cuando te dijiste ya no soy un niño, esta es mi vida. Y la ibas a vivir como querías, logrando grandes cosas y divirtiéndote mucho en el camino. No faltaba nada, ni siquiera con quien compartir una cama, íntimas presencias que llenaban tus momentos. Era grato mirarte en otros ojos, oír tu nombre como sonido melodioso en otra boca. Hundirte en otro cuerpo de mil noches cálidas. Y sin embargo…

El tiempo pasa, la rutina te alcanza. Cepillas tus dientes y frente al espejo miras tus mejillas más hundidas, los surcos más profundos, la piel menos brillante. Y te incomoda, mientras te miras al espejo al asear tu boca, recordar esos mil planes, esas mil fantasías. No viajaste a donde querías. No tienes lo que anhelabas cuando con tan sólo dieciséis años soñabas con todo. Pero no importa. Porque estás bien, en un mundo de pesares, inquietudes e incomodidades, tú estás bien. Puedes sonreír indiferente al dolor, a la enfermedad, al temor de una vida sin seguridades. Tienes lo tuyo, tu mundo, y eso te brinda paz. Puedes salir al piano bar a tomar algo, a mirar un juego por satélite, a encontrar otra mirada, y sabes que todavía interesas, y que por un rato todo vacío se llenará. Pero…

La visitas, mitad cariño, mitad obligación, porque cuando dejas de verla la oyes quejarse de que ya no la buscan. Mamá está allí, pero de pronto ya no parece la mujer enorme, fuerte y decidida de años atrás. Parece más menuda, más frágil. Más pequeña. Y su rostro, Dios, ¿qué pasa en su cara? Hay manchas, pecas y arrugas. Sus mejillas caen. Su cabello encanece a pesar de sus tintes. Sus manos, esas manos que acariciaban o golpeaban, dedos fuertes que la casa guiaba con disciplina, las manos de mamá, ahora parecen algo inseguras, las arrugas las recorren, y entiendes que está más vieja. Y allí, sentado a la mesita de la cocina, viéndola afanada prepara algo, algo que sabes te gustará porque siempre parece tener a punto algo que a sus hijos les agradaba de niños, saboreando un café, la notas algo más encorvada. Y hablas y hablas, de pronto inquieto, inseguro de los silencios. Hablas para saberla allí, pensando en cosas que hasta el cumpleaños anterior no considerabas: un día será una anciana… después un recuerdo que se llorará en momentos de soledad, una sombra que se paseará por su casa y la cual nos atormentará un poco al desparecer cuando más la deseamos ver.

Porque el tiempo ha pasado. Los años se han ido rápidamente, te parece ahora. Y todo lo que tienes te parece poco. Todavía demasiado poco. Ahora es más pesado llegar a casa, a tu casa cómoda, aseada, provista de todo lo que necesitas… porque de alguna manera te sientes insatisfecho. ¿Qué falta? ¿Qué necesitas? Lo sabes y no lo sabes. Te dicen que necesitas a alguien, compartir tu casa, tu vida. Y te ríes, todavía ríes. Qué simplismo. Ni que fuera difícil encontrar con quien estar, con quien compartir la cama, una noche, una semana. Pero, ¿no es ese el problema? Recuerdas la vieja canción: “amar y querer no es igual”. El problema es que nunca quisiste en verdad. Nunca amaste. ¿Por qué? Y te inventas mil razones, a los amigos presentas mil pretextos. Pero a ti mismo no puedes engañarte, y eso te molesta. Eso te deprime.

Nunca quisiste aceptar que tu felicidad, el sentirte realmente dichoso, podía depender de otra mirada, de otra sonrisa, no de alguien casual, sino de quien te miraba entregándote también su alma. El miedo te paralizó porque alguien te dijo que si osabas entregar tu corazón tarde o temprano te lo destrozarían, y te dolería. Y no querías sufrir, eso jamás. Te parecía que entregarte a otra persona, convertirla en centro de tu vida, mucho trabajo te daría; ¿y tus fiestas de borracheras? ¿Y amanecer echado en un sofá antes de correr al baño para desahogar todo lo ingerido sin dar explicaciones? ¿Y dormir hasta tarde, en tu camota grande? Te pareció demasiada obligación decir de tarde en tarde, “te amo”; estar pendiente de una mirada lejana que pudiera ocultar una pena; detenerte una mañana antes de salir al trabajo, regresar y abrazar con fuerza, porque imperdonablemente se te había olvidado. No querías salir de tu vida cómoda, desviarte de tu camino tan conocido. Y las palabras están allí, acusándote, señalándote: cobarde… egoísta.

Pero todavía no lo entiendes, no con esas palabras. Solo sabes que ya no puedes simplemente yacer regodeándote en la nada sobre tu cama una tarde cualquiera, porque te ahoga la casa, te pesa el silencio. Quieres salir, correr, buscar… algo que no comprendes. Es la falta de algo que no es simplemente alguien. Una explicación, una razón. Y una tarde cualquiera, imprudentemente, haces planes con los amigos, los viejos y queridos amigos que han ido construyendo también su camino, y envidias en silencio a algunos, compadeciéndote de otros. Salir por ahí, y hacen planes. Y te resistes por molestar, porque… últimamente no quieres nada. O nada que entiendas. Pero vas, y ríes algo nervioso como los otros.

-Nos vamos a rayar viendo esta película. –dice la voz gruesa, riente, de un amigo que ya no está.

-Ay, sí, Ricardo, seguro te vuelves marico por ver El Secreto en la Montaña. –lo reprende Alicia, tan poco paciente siempre con él.

Pero nos los escuchas. Ya es normal entre ellos (y bastante que lo lloraría ella más tarde). Entras, te sientas en medio de ese cine extrañamente lleno para semejante película. No esperas gran cosa, tan sólo divertirte y escandalizarte satíricamente con la trama. Pero no es así; no entiendes tu rabia por un lado, ni el pesar de tantos por el otro. La película tenía magia, una que te alcanzaría de una forma que no entenderías hasta mucho después. Y era horrible; aquel hombre viejo y solitario que todo lo perdió, te espanta, hace que tu piel se erice de miedo, te quita el sueño y la paz. No puedes dejar de sentir su dolor, su pesar, y se convierte en el tuyo. Ese hombre que amó una bella ilusión de ojos azules, y que ahora padece, eres tú. Es como enfrentar de pronto y sin estar preparado al fantasma de tus navidades futuras, tan cruel y descarnado como siempre. Y lo odias, odias a Ennis porque es muy parecido a ti; y quieres al otro porque no se te parece en nada. Pero lo entiendes, entiendes al cobarde y egoísta hombre que dejó escapar la dicha de los días de su vida.

Y ese miedo, ese dolor, no te deja. Te dices que hay tiempo, que en algún lugar, en un momento dado, encontrará tu destino. Te gritas que dejes la cobardía, tu egoísmo y que salgas a interesarte en la vida de los demás. Porque eso es lo que ha faltado, no miradas de cariño porque las ha recibido, no toques de ternura porque también se te dio… lo que falta es sentir. Nunca has sentido de verdad. Eres tú el que ha fallado.

Pasado el tiempo, una noche en un mercado, mientras lees una etiqueta de algo que arrojas a un carrito, se te ocurre una idea extraña, también desagradable: Ennis sufría porque estaba solo, porque dejó pasar la vida… pero en algunos momentos, en medio de su amargura, tal vez una tarde ya anocheciendo, mirando el cielo del Oeste, sonreiría con nostalgia, recordando caricias y besos, porque él, al menos, fue amado. Y quiso. Apuras el carrito, alejándote del pasillo donde la desagradable pregunta flota: ¿alguna vez amaste a alguien de verdad?

Esperando la respuesta, continúas, con tus pasos, con tus acciones. De tarde en tarde, al mirar ese cielo al Oeste, puedes anclar tu vida nuevamente en la realidad: el tiempo pasa, la vida se va, por favor, termina de subir a la montaña.

Julio César.

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