viernes, 13 de febrero de 2009

¿RECUERDAS ESA VIEJA CANCIÓN DEL CORAZÓN?

¿Acaso no duele el llanto de aquellos a quienes amamos una vez?

-No quiero hablar ahora, estoy cansado. –gruñó, volviéndose en la cama, mirando a la nada, mirando en sus pensamientos.

Anaís nada dijo mientras salía de la cama, costándole un poco sentarse, casi tomando algo de aliento para despegar del colchón, reparando en que ahora le ocurría cuando salía de los autos, se separaba de su escritorio o de una silla baja. Ya no era una jovencita de reflejos y movimientos felinos, pero nadie lo era ya, de dice dándole una última mirada a su marido, el hombre que durante los últimos quince años ha compartido su vida. El hombre que ahora le daba la espalda y miraba a la pared.

Le duele, siente un pesar amargo, pero compone una sonrisa mientras desarrolla su aseo diario. Lo más pesado fue cepillar sus dientes porque tuvo que mirarse al espejo, notar que ya no era una bella chica, aunque sí una atractiva mujer madura, o al menos así se veía. Sus parpados caían un poco, sus ojeras ya no era sólo de color, había pequeñas marcas que los cruzaban, como las líneas de sus manos. Los carrillos de las mejillas se notaban un poco. Era lo más desagradable, le parecía que ya se parecía a su madre, a quien llamaban cachetes de buldog. Pero ya nadie era tan joven. Ella lo fue. Y Germán. Ya no. ¡Germán!

Le dolía su alejamiento, la frialdad que notaba en su mirada, el furor que a veces notaba cuando ella le preguntaba, exigía o recriminaba algo. No había paciencia, no había cariño. Pero antes no era así. Un día se amaron como niños felices en una juguetería; un día ella le dijo a su madre que a Germán lo amaba sobre todas las cosas, que era gentil, amable, apasionado, que era un luchador y que adoraba el piso que ella pisaba. Sí, un día se quisieron con locura, esperaron todo de la vida e hicieron planes. Muchos planes. Los hijos llegaron, la buena casa también. Antes hubo días tormentosos cuando las cosas no iban tan bien. A él le molestó, como si de cosas de ella se trataran, que se embarazara tres veces. Nunca hablaron de planificar hijos, ella imaginaba que uno o dos bastarían, pero tuvieron tres. Y fueron, cada uno, un problema de deudas, de malestares, de ciertas tensiones entre los dos… Cosas que quedaban olvidadas en cuando los sostuvo contra su pecho, sintiéndose morir de amor y felicidad, momentos cuanto, mirándolos con sus ojitos cerrados, tan pequeños, tan inocentes, lloraba. Muchos creían que lo hacía de felicidad, y en parte lo era, pero también de arrepentimiento por haberlos considerado aunque fuera por un segundo, una molestia, entendiendo que lo amabas. Germán también, jamás lo hablaron, como no hablaron muchas cosas tal vez debieron hacer; pero ella lo sabía.

Fueron días duro cuando ambos trabajaban fuera, cuando ella regresaba y debía atender a tres niños voluntariosos y tremendos, sus enfermedades, sus rabietas, sus temperamentos variables, alegrándose con la docilidad de uno, alarmada ante la naturaleza agresiva del otro. Pero los amaron. Ella y Germán. Y mientras regresa de la cocina donde montó al fuego la cafetera metálica, sigilosa, se asoma a los dos cuartos. El mayor dormía boca abajo, su dormitorio apestaba un poco a sudor, a pies, a hombrecito. En el otro dormían los menores, y sus rostros aun aniñados la llenan de sentimiento y de pesar. ¡No era justo! Pero debía seguir. Todos continuarían. Hubo buenos años, se dice con una sonrisa, recordando a Germán con nauseas durante su primer embarazo, y la primera vez que lo dejó cuidándolo, a solas, nada más salir ella, el bebé lo había cagado de punta a punta, casi volviéndolo loco de impotencia. Y más atrás recordaba las risas en la cama al despertar un sábado como hoy, los hociqueos de Germán, buscándola, porque eran jóvenes, había tiempo, eran apasionados… y se amaban.

El olor del café llena la cocina, así como el sonido de la regadera le anuncia que el hombre dejó la cama. Desmonta la cafetera y vierte el negro líquido en el pequeño termo. Y sirve una taza, una grande, de porcelana. Sirve una; hubo un tiempo, recuerda mientras deja de oír la regadera, cuando habría servido dos, dejando que la otra se templara un poco, Germán jamás salía de casa sin su café. Se enfermaba. Sentándose, la mujer saborea su brebaje, amargo, o tal vez sólo se lo parecía. No levanta la mirada cuando el hombre entra, pareciendo extraviado, molesto, con esa insatisfacción que ahora lo dominaba. Debían hablar, se dice Germán, pero mirándola sentada a la mesa, oyendo a través del pasillo la respiración fuerte de su hijo mayor, le parece todo muy extraño. Ella no lo mira y eso lo corta, pero debía decirle que…

-Mejor vete ya, Germán. Creí que lo harías anoche, que me dirías que todo acabó, recogerías unas cuantas cosas y te irías. –dice ausente, con la mirada empañada.- Lo esperaba la semana pasada, cuando me miraste al llegar de la oficina y yo estaba aquí. Entraste y lo vi en tu mirada, me dije “ahora lo dirá, que ya no aguanta más”. Estaba segura que dirías que ya no me querías, que ya no podías seguir en esta casa, con esta vida. Que ya no sentías lo mismo por mí. Me dolió y me duele, pero lo entiendo, ¿qué se hace cuando ya no hay amor? –toma otro poco de café, y ahora lo comprueba, era más amargo.- Mejor vete ya, los muchachos van a despertar y entonces te costará más. Y te dolerá y a ellos también. Llámalos esta noche, diles que los amas, que no es su culpa, repítelo varias veces, que ellos no tienen ninguna culpa. No vengas en el resto del día, pasa mañana por la noche, déjalos asimilarlo. Y si todavía queda algo de quien un día fuiste, llorarás como ellos lloraran. Pero está bien; mañana comenzaremos a sanar. Mejor vete ya… que encuentres eso que ahora quieres… y buena suerte.

Julio César.

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