domingo, 29 de junio de 2008

LA LOCURA DE LA ERA… (2)

Sin que se resolviera ninguno de los problemas de los setenta, referentes casi todos a los peligros ambientales, pero relegados al olvidado de alguna manera, entramos sin darnos cuenta en la década siguiente. Los ochenta trajeron a colación una crisis gigantesca que el mundo desconocía, que terminaría con la caída de los países soviéticos. Algo que era impensable para muchos. Por ser latino, y haber recibido una educación socialista, desde la escuela hasta en la iglesia por lo de amar al prójimo y haz el bien, uno tendía a tenerle más aprecio a la Unión Soviética con su revolución del proletariado, que a los Estados Unidos. Claro, ignorábamos la mega estafa, el engaño monumental de una casta demente y cruel que se aseguró el poder para sí, y el vivir como jeques mientras el resto padecían, igualito que ahora cuando pretenden engañar al iluso con la palabra REVOLUCIÓN. No sabíamos de los millones de asesinados, por el hambre provocado o los ajusticiamientos.

No sabíamos de los gulags, los campos de muerte llamados de reeducación, de donde pocos salían y escapaban a Occidente, para ser atacados allí por la recua de sanguijuelas al servicio de la Unión Soviética, que se ocultaban bajo el título de intelectuales, sobretodo en Francia donde parecían una mala imitación de Cruela de Vil, y cuya única misión era ridiculizar, perseguir y destruir a todo el que hablara de los horrores tras el telón, o como lo que pasa en Cuba y una que otra nación deslizándose a la africanización en América Latina, pero que suelta billete para que sigan sus vidas parasitarias e inútiles. Aunque viéndolo bien, ¿dónde se anota uno para parásito? Me gusta la plata y sí no hay que hacer nada sino taparear vagabunderías, aquí estoy a la orden.

Bien, nada de eso lo sabíamos en los inicios de los ochenta. Sólo oíamos que Estados Unidos y la Unión Soviética extremaban sus fichas sobre el tablero nuclear. Había escaramuzas, peleas y amenazas, veladas una y otras no tanto. Había una sensación de incertidumbre. De miedo. Todos temíamos oír que en tal o cual sitio había estallado un arma nuclear y bajo su hongo de muerte todo había desaparecido. Leer un periódico era saber sobre la tensión entre las alemanias, o en el Oriente Medio, o en el Báltico. La palabra se repetían como un eco de pesadilla: guerra… guerra… Había una sensación de fragilidad dentro de todo aquel que podía sumar dos más dos. Muchos estaban convencidos de que el mundo terminaría en medio de un holocausto nuclear, con un único y fenomenal grito de miedo. Una película que retrató todo ese horror, y de forma muy convincente, fue AL DÍA SIGUIENTE; que en Venezuela completaban con aquello de Al Día Siguiente del Apocalipsis Nuclear, para hacerla sonar más dramática, como si hiciera falta. Ese filme marcó a mucha gente de mi generación. Terminaba la primaria cuando logré verla (no soy tan viejo como dicen mis enemigos), con dos amigas, una de ella con la copia de la película, que vimos en un aparato que estaba de moda en esos días, la última sensación en tecnología, y que no había desaparecido junto con los dinosaurios como dicen los insolentes: el Betamax.

Todo era angustiante en esa película: la mirada de la mujer del médico cuando oye las noticias y se le nota el miedo; o el joven que está en la barbería y oye a los otros hablando de guerra y él pregunta como esperanzado: pero no atacarán aquí, ¿verdad?, ¿que objetivo tendría? O la joven en la universidad que entra a un salón de clases gritando que arrojaron las bombas (todavía se me eriza la piel); o cuando el ranchero manda a todos al sótano y sube por la mujer y esta se aferra a tender las camas, a lo que conoce, a su vida ordinaria, y grita que no y llora cuando él dice que eso ya es inútil y la arrastra al refugio. Todo fue terrible, lleno de significado. Aquí en Venezuela las promociones eran angustiantes: Al Día Siguiente… y la humanidad caerá víctima de su propia maldad. O la otra: Al Día Siguiente… cuando los vivos envidiarán a los muertos. Fue una locura en su época, porque reflejaba nuestros temores más primitivos, algo que sabíamos que ocurriría tarde o temprano, estábamos seguros de eso. Hay una guerra nuclear, ¿qué se puede hacer? ¿Huir, esconderse, reunirse con la familia y esperar a que llegue el final? ¿Qué más queda?

Pero, cosa rara, la crisis pareció desaparecer por sí misma. Un día la Unión Soviética parecía que iba a durar mil años, y al otro ya había caído como moneda devaluada de país en crisis. Muchos conocidos míos quedaron en el aire, como preguntándose: ¿y ahora que hacemos sí sólo nos hemos preparado para el final? La humanidad se había salvado nuevamente de perecer, bajo el calor del fuego atómico, o de padecer el largo invierno nuclear, como se salvó antes de los augurios de hambrunas, cataclismos climáticos y amenazas del cosmos. Sabemos que hubo presiones para que tan monstruoso sistema sucumbiera al final, eran demasiados millones de esclavos los que padecían, incluso se hablaba de la decidida participación del antiguo Papa, el polaco, en esa batalla; pero a uno le queda la duda sobre sí eso fue todo. Sería fácil decir que tuvimos suerte, pero tal vez sea como en esa historia de Isaac Asimos, el gran autor de ficción, LA FUNDACIÓN, y cada cierto tiempo la humanidad debe padecer estas crisis para que algo mejor surja, o no, como parece indicar la experiencia, y que éstas se resuelven por su propia dinámica. Y la verdad es que eso no brinda tranquilidad ni seguridad, a menos que uno sea de los que deja hasta lo que comerá o beberá en manos de la suerte o de fuerzas superiores.

De los noventa y el dos mil, hablamos después…

Julio César.

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