viernes, 25 de julio de 2008

RECUERDOS DE NIÑEZ

Alguien anda tras tus pasos…

¿A quién no le agradaban los cuentos de misterio, las historias que nos daban nervios, que despertaban inquietudes? Yo era uno de esos; de muchacho miraba esos programas los domingo por la noche y luego pasaba los peores momentos de mi vida. Qué larga puede ser una noche cuando se tiene miedo a lo que puede atacarte en cualquier momento. Cada vez que un programa de horror era promocionado en televisión mi papá saltaba diciendo que no lo vería. Pero siempre los veía… para tener miedo después. Visto en retrospectiva noto lo paciente que era mi padre. Pero más que a esos programas, creo que lo más aterrador eran las historias contadas por los conocidos. Mi difunta abuela relataba cosas que helaban la sangre, con sencillez, diciéndonos: así ocurrió en realidad. Eran cuentos oídos por todos, esos que se conservan en el decir popular, que parecen haber ocurridos en todas partes del mundo, como las leyendas urbanas.

Queriendo o no oírlos, pero en verdad deseándolo, escuchábamos las historias de El Silbón, el espanto que en Portuguesa aparecía por los caminos en pos de los parranderos, que más tarde terminó, aparentemente, saliendo en cada calle de los pueblos venezolanos. El cuento siempre era igual, el bebedor, alegremente intoxicado abandonaba el lugar de reunión, en noche cerrada o de madrugada, canturreando o peleando consigo mismo, caminando por calles oscuras y solitarias (imaginar ya un camino de tierra, entre árboles enormes, sombríos, amenazantes al mecerse con el viento, era demasiado para nuestra imaginación de niños); pero estando por ahí, el andariego escuchaba un leve silbido, alargado, como si quien lo profiriera se acercara velozmente. Siempre era un sonido macabro que helaba la sangre por alguna razón que el pecador ignoraba. Luego estaba la sensación de que era seguido, de que una larga sombra se extendía, acercándose, acechándolo como un animal salvaje, mientras los silbidos se repetían una y otra vez. Contaban siempre que el parrandero, luego de pensar en parar y plantar cara, echaba a correr, convencido ya de estar frente una aparición de ultra tumba.

¿Qué ocurría después?, dependía de quien lo contara, pero más o menos todos guardan ciertas similitudes; aseguran que en un recodo del camino una figura alarmantemente alta, delgada y de ancho sombrero se arrojaba sobre el caminante, derribándolo, dejándolo tendido y procediendo a golpearlo salvajemente con un saco lleno de cosas húmedas que manchaban, horriblemente maloliente y que traqueteaban, recordando el entrechocar de huesos. Algunos morían, otros escapaban porque eran asistidos por personas que pasaban por allí, y entendiendo que el feroz espanto atacaba, lo alejaban a fuerza de rezos y maldiciones, pero los sobrevivientes quedaban enfermos o dementes.

El Silbón mismo tiene muchos orígenes, los más aceptados en los Llanos, con algunas variantes (lo tomo del disco del folclor EL CAZADOR NOVATO) es que se trata de un viejo que carga sobre sus hombros un saco lleno de huesos, huesos humanos; al parecer se trata de un viejo que mató a su propio nieto para comérselo, siendo condenado a cargar con su restos para toda la eternidad, persiguiendo a los hombres poco virtuosos. ¿No es horrible? Oír su silbido presagia desgracias, se supone que el perseguido va a morir; también que al ir por el camino y oírlo estallar casi sobre uno, significa que el espanto anda lejos, en persecución de alguien más, pero si el silbido resuena lejos, es que anda tras de ti.

Sin embargo, siendo niños, entendíamos que esas eran leyendas del folclore; que estaban las otras historias, aquellas pequeñas, simples, aterradoras y que se fijan en la mente de los muchachos, arrojando sombras durante toda la vida. Mi abuela contada que en el pueblo de Las Pailas, donde nació y se crió, había una señora que era muy entrometida, que no podía sentir bulla de noche porque se asomaba a vigilar desde una ventana o agachándose frente a la puerta de la calle y mirando por debajo; y que una noche, antes de Semana Santa, la doña despertó oyendo un ladrar horrible de perros que aullaban lastimeros. Que medio asomándose por una ventana vio una sombra desplazándose por la calle oscura, alta, de la que no pudo distinguir nada más, y que corrió a la sala para asomarse, y cuando lo hizo, en seguida aparecieron unas botas de cuero, negras, manchadas de algo que parecía sangre, allí, muy cerca. La súbita aparición, así como las manchas, la asustaron, pero lo que hizo que gritara y se desvaneciera fue que inmediatamente comenzaron a golpear la puerta, pero no llamando, sino como deseando derribarla y entrar, como si algo salvaje y terrible deseara ponerle las manos encima. Según mi abuela, la señora enfermó de fiebres y no se recuperó nunca. La gente decía que había sido el Diablo, quien, en su maldad, caminaba antes de los días santos por este mundo y que para divertirse decidió castigar a la fisgona.

Ese cuento lo escuché cuando tenía seis o siete años, y aún hoy en día, de tanto en tanto, cuando llaman a mi puerta de noche y estoy solo, y veo las sombras de la figura bajo la puerta, siento inquietud, no puedo dejar de pensar en aquellas botas…

Julio César.

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