jueves, 29 de mayo de 2008

LA LOCURA DE LA ERA

La humanidad parece moverse por modas periódicas, como cuando los negros usaban afros y ahora andan calvos. No cosas inocentes como la de modelos anoréxicas que deprimen a todo el mundo por lo flacas y huesudas o por ser tan distintas a las gorditas, porque la moda es ser esquelética. No, hablo de las modas serias, desde las ideológicas a las económicas. Para cada década hay una, por un lado, una panacea, algo que resolverá todo los padecimientos, que traerá empleos, casas, dinero, comida y cinturas esbeltas a los obesos. Pero también están las otras, las graves y terribles de las que nos salvamos de chiripa. Siempre hay un peligro latente, amenazante, real, como un monstruo debajo la cama, que intentamos no ver, no pensar en él, pero siempre ahí a la hora de dormir. Peligro del que salimos sin saber muy bien cómo. Pero jamás podemos respirar tranquilos, primero porque después de vivir en el temor por la crisis pasada (ni cuenta nos damos cuando deja de existir, sí es que desaparece), ya esta es substituida por otra. La mala, la que, ahora sí, en verdad va a terminar con todos.

Durante los setenta, lo más lejos que me lleva la memoria y eso forzándola (créanme), la moda eran las declaraciones sensacionalistas, alarmantes y aterradoras de gente preparada, que uno suponía que sí sabían de lo que hablaban. Y tal vez era verdad. No, de cierto sabemos ahora que era verdad, pero ¿por qué no se cumplieron sus aterradores augurios? (gracias a Dios). A esos pájaros de mal agüero se les llamó: LOS PROFETAS DEL DESASTRE (nada que ver con un presidente venezolano que más o menos por esos tiempos también ejercía su magia, transformar los reales en deuda pública, el doctor Luis Herrera Campin). Por esos días se dijo que el alarmante aumento de la población mundial, unido a la escasez de alimentos, traerían horribles hambrunas (en parte se cumplió), que un kilo de granos llegaría a costar más que una tonelada de oro, y sería más escaso. Que habría guerras por comida, que masas enteras caerían muriendo de inanición y una gran cantidad de pestes como consecuencia de la desnutrición azotarían al resto. Pero eso no era todo, aducían que como subproducto de todo ese crecimiento demográfico, vendría el más completo abuso al medio ambiente, que los desechos de basura oliente (nunca mejor dicho) y moliente serían montañas y montañas; que se agotarían los recursos naturales y habría envenenamiento por subproductos químicos.

Eran los lejanos setenta, pero ya se hablaba del aumento de la temperatura como resultando del incremento de los gases de invernaderos, los cuales dejaban que los rayos del sol llegaran a la tierra, pero no dejaban escapar el calor resultante al espacio ya que los atajaban; gases que causarían cientos de miles de víctimas por problemas respiratorios. Ese calentamiento incrementaría el deshielo de los polos aumentando el nivel de los mares, obligando a comunidades enteras a escapar y desplazarse de un lugar a otro. Y mientras tanto, los enemigos del ozono, los fluorocarbonados, lanzados alegremente por gobiernos, industrias y gente común a la atmósfera, terminarían hiriéndolo de muerte, acabando con el escudo natural del planeta, ese que nos protege de la terrible radiación infrarroja proveniente del sol, amén de otros rayos locos que andan por ahí viendo a quien le caen. El panorama pintado por los profetas no podía ser más desolador y deprimente. O moríamos de hambre, o nos ahogaban las olas cuando los mares comenzaran a subir. Y aún aquellos que lograran sacar la cabeza del agua se encontrarían con que terminarían achicharrados por los rayos cósmicos; fuera de que había que tener en cuenta que si no había comida, tampoco habría fuerzas para nadar en ese océano de calamidades. ¡Todo un desastre!

De esa época hubo una película de ficción que fue alarmante, y un fiel reflejo de los temores de toda aquella era: CUANDO EL DESTINO NOS ALCANCE. Todo queda dicho en ese título. Un mundo gris, agobiante, de privilegios increíbles para algunos, comer una lata de dulce, y lo apretado, deprimente y feo de los otros. Un mundo agotado, acabado, sin esperanzas de escapar a ninguna parte. Y al final, el gran descubrimiento: agotados los suelos cultivables y los mares, aún el plantan, sólo podía hacerse comida con personas: el famoso soylent verde. ¿Qué otra cosa podía hacerse? Nada, una vez en la ratonera no queda sino patalear para sobrevivir, y existir otro triste día en la trampa. Sin embargo, de alguna manera la humanidad sobrevivió a pesar de todo (y hay quiénes con aires muy convencido y doctos dudan de que exista Dios), ya que a ningún país le importó un pito semejantes anuncios. Ya en esa década los políticos no eran más que simples empleados de los grandes negocios, desde Estados Unidos a la extinta Unión Soviética, y éstos ya tenían listas sus bases en la luna para escapar del planeta moribundo, con las maletas llenas de plata. Porque dichas instalaciones fuera del planeta deben tenerlas, ya de que otro modo no se explica tanta imbecilidad en hombres de negocios o los voceros oficiales de superpotencias. Ya deben tener un refugio para que los hijos, nietos, y los nietos de estos, existan fuera del mundo que mataron. ¡Es lo lógico, ¿no?!

Y eso que en los setenta no estuvo tan de moda (ah, ¡las modas!) el estudio que hablaba del peligro del deshielo del polo que arrojaría toneladas y toneladas de de litros de agua dulce al mar, variando la salinidad y por lo tanto las corrientes marinas, creando un posible enfriamiento cuando las corrientes no pudieran llevar agua caliente del ecuador a las zonas ubicadas en los trópicos, variando la temperatura, enfriándola. Tal vez en la película El Días Después de Mañana (ah, que bien lo hizo Jake Gyllenhaal), se halla exagerado, pero muchos geo paleontólogos suponen que esa pudo ser la causa de las eras glaciares que acabaron con tantas especies en este mundo. En fin, peligros por todos lados; cuesta entender cómo no hemos desaparecido ya.

Julio César.

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