martes, 20 de mayo de 2008

EL PERCANCE

Yo lo habría hecho también… como broma, claro.

-Pero ¿qué fue lo que te pasó, Ricardo? –la voz de Susana sonaba agitada.

-Cónchale, amiga, eso fue increíble, casi me muero de la impresión. Ahí estaba yo, de bolsa, paseándome por los new yores, más perdido que el hijo de Limber, cuando llegué a esa cancha deportiva. Y de lejitos veo a este tipo que por alguna razón se veía llamativo; no sabía por qué. Pero cuando se vuelve, con su gorrita, su sonrisota, su bermudas bajito en la cintura, sin camisa, lo reconocí… ¡era él! –gime casi histérico. Ella lo mira con la boca abierta, casi jadeante, moviendo la cabeza indicándole que continúe.- Lo llamé, creo que soné todo maricón, grité y salté para llamar su atención. Hice tanto escándalo que me miró, y sonrió más, como un angelote lindo. Dio unos pasos hacia mí. Creo que venía a saludarme, imagínate cómo me vería yo de todo atolondrado que se decidió a calmarme. Fue cuando pasó… -la voz se estrangula.

-Sí, sí, cuéntame… -casi grita ella.

-Cuando se descuidó, mirándome, ese amigo que siempre anda tras él, el muy maldito… -suena celoso y resentido.- …juguetonamente le haló el bermudas… ¡bajándoselo!

-¿Qué…? ¡Dios…! ¿Y qué hiciste, qué viste?

-Ay, chica, cuando desperté iba camino a un hospital… -gime terriblemente apesadumbrado.- ¡Me había desmayado! Cuando logré saltar de la ambulancia en plena marcha, casi provocando un choque masivo, y regresé… ¡ya se había ido! –jadea, mientras Susana le palmea la espalda, compadeciéndolo. ¡Qué tragedia!

Julio César.

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